por Isabel Camblor
No todo el mundo sabe que la noche en vela es un espacio angustiosamente fértil, que pasan muchísimas cosas mientras el resto del mundo no tiene conciencia de que están pasando. Hay un momento -generalmente pasadas ya las tres de la madrugada-, en el que una se descubre hablando sola y usando el nos, igual que Belcebú, o como el mismo Dios. Ora soy la emperatriz aclamada ora una zarina mancillada durante la revolución bolchevique. Todo eso. Y nadie se entera.
Todos duermen, la ciudad duerme, el poco aire de fuera está dormido, por eso cuesta un poco respirar.
En ocasiones, tras varias noches sin ni siquiera experimentar una mínima duermevela, el universo comienza a girar al revés. Como cualquier párrafo en sánscrito, el mundo debe leerse de derecha a izquierda. Y se avanza siempre hacia atrás. Y finalmente se queda uno en el momento anterior, siempre justo en el instante anterior. Durante ese instante el perfil de Nueva York contiene dos torres idénticas imponentes, majestuosas, hacia las cuales se dirige un atronador avión comercial. Más adelante (es decir, más hacia atrás) se detiene la madrugada de Hiroshima justo cuando los niños se levantan para ir al colegio, convencidos de que van a ir al colegio porque no va a suceder nada a las ocho y cuarto de la mañana, sólo que se abre el colegio. El insomne sigue retrocediendo. De pronto todos vamos vestidos como los obreros del treinta y seis: pantalones anchos, camisas anchas, tirantes y, en la mirada, ímpetu y convicción. O bien yo soy la muchacha que borda en rojo la camisa nueva de su novio, un hombre muy joven que se dispone a luchar para que España sea muy una, muy grande y muy libre. Se trata de un instante detenido en un eterno justo antes: eternamente antes, como dice Jesús Ferrero y nos ilustra esa idea con una pintura ("El golpe maestro del leñador", de Richard Dadd): el tiempo detenido un momento antes de que suceda lo que finalmente sucederá.
Ya lo sabes. Todas esas cosas pasan por la noche mientras tú duermes plácidamente.