Hace no mucho conversaba con amigos de mi escuela de teatro. Nos preguntábamos acerca de cómo debería ser el teatro de hoy, y qué hacía que hoy algunas obras fueran mejor recibidas que otras.
No es para mucha reflexión el llegar a la conclusión de que el teatro debe, sin duda, poseer una conexión consistente con el presente que le ha tocado vivir.
Esa conexión, por ningún motivo, puede ser pasada a llevar o utilizada como efecto dentro de una obra de arte. Lo efectista parece ser de otro tiempo.
Dentro de esta conversación, y considerando mi estado algo traspuesto, me pareció tan lógico pensar que el teatro de hoy debe ser un cultivo de conexiones abiertas a otros lugares. "El teatro debería tener miles de poros abiertos hacia lugares imaginados y hacia otros no tanto".
Nuestros cuerpos se van llenando de emociones y sensaciones complejizadas por elementos químicos, biológicos y tecnológicos. Nuestro cuerpo es "biotecnológico." Las drogas que consumimos están de la mano con la tecnología, e incluso podemos drogarnos con aquello que nos estimula demasiado, con música, con ondas bioneurales, con imágenes, con olores, con movimiento... porque hay demasiados estímulos que incentivan al cuerpo a moverse en distintas direcciones, y a la mente a viajar por distintas imaginaciones.
Por más que busquemos el silencio, ya este pasa a ser un estímulo más. Y lo oriental, se vuelve parte de aquello que nos llama a investigar, a envolvernos y mezclarnos con otras ideas, no tan claras para nosotros, pero igual de válidas.
Pensé en este presente para el teatro, y no mucho después me topé con la mejor película que he visto en el año, y una de las que más me ha estimulado esa idea que me pareció tan clara: INLAND EMPIRE, de David Lynch.
La aceptación de mi mente con esta película fue de la misma claridad y lucidez como lo que pensé acerca de la creación contemporánea.
Si no abrimos esas puertas, nos convertimos inmediatamente en entes conservadores de tradiciones limitantes. Reales lisiados de nuestros tiempos.
El viaje que realiza Nikki y Susan, hermosamente interpretados por Laura Dern, es el mismo viaje interconectado que hace La Chica Perdida (Lost Girl), interpretado por Karolina Gruszka, mirando la televisión. Es un viaje carnal y virtual que involucra las mismas emociones, es un viaje tanto horizontal como vertical y más aún, si le agregamos el volumen tridimensional a ese viaje en el que no se terminan de abrir puertas, recovecos parecidos a aquellos libremente encontrados en los sueños.
Dormimos menos, por lo que soñamos más cuando estamos despiertos.
Es más que una intertextualidad necesariamente simbolizada, y afanosamente investigada para dejar la mente tranquila, para dormirla diciéndole que lo sabe todo y que ha descubierto cada incógnita posible.
No tenemos que descubrir con la mente únicamente, y he ahí lo que hace que la supuesta intertextualidad vaya más allá del parámetro textual y mental. Hay textos, pero también hay estimulantes. Hay libros, pero también hay drogas. Hay cine construido desde la técnica, pero más allá, está el cine de Lynch, pavimentado por Eisenstein, Kurosawa, Wells, Godard, Resnais, Antonioni, Fellini e influencia de tantos otros. Estos cineastas prefirieron faltarle el respeto a la técnica, después de haberla aprendido, para poder viajar en aquellas ciudades perdidas del ser humano.
Faltarle el respeto a los padres es no permitirse caer en la linealidad de la vida esquematizada.
(Nacer, ir al jardín, ira al colegio, a la universidad, sacar un postítulo, trabajar, triunfar, fracasar, jubilar y morir.)
Desde hace mucho tiempo que la línea de tiempo no es una línea. Lynch hace tiempo incluye esta realidad en sus films. Y no se trata de decir, después de ver sus películas: "Ah! era sólo un sueño." Es cuestionarse qué es más real, el flujo de sus películas, o la vida pseudo organizada que llevamos.